martes, 23 de enero de 2007

una tumba

ué la vida resaldría de aquí, cómo? ¿Una ortiga, un brote de achicoria?
Una tumba: palabras. Hierba que crece alrededor: palabras. Un pizarrón donde se inscriben y se repiten imágenes, una tras otra, cada una germen y término de sus correlativas. Una mujer, hermosa, desconocida; una visión. Parca visión. Deber yacer por toda la eternidad. Con otra vez el estruendo, la explosión, luz. Abominable condena perpetua a recordar. Yacer inocuo, imposible de músculo, siquiera de mover una nada el párpado. Si hubiere despertar, ¿adónde, en qué pierna y cuándo, cuándo? ¿Cuánto repaso de las tablas de multiplicar, de las caras, de las historias? Historias vivas, escritas y no, a todavía escribirse. Caras, caros rostros, brazos, vellos, parcos y no, caras y paisajes entre las caras: escuelas, cines, cementerios. Caras, cruces, soles. Un jardín de verde césped. Un subsuelo oscuro, mal iluminado de tubos. Una luz, una explosión. Más caras. Una mujer, yacer, repasar: una mujer, otras mujeres. Moscas, gusanos, mariposas. Lagartijas y palomas. Abejitas cada una con su celda. Más y más cuerpos, lindos o feos, según el capricho. La lista es larga, toda enumeración es posible. El infinito es una cinta que se recorre infinitamente de un lado y del otro. Tanto como una cinta cualquiera. Infinito no hacer. Yacer, e infinito puto pensar. Infinito que te parió. Tu esclavo se alza impotente y desde la siempre horizontal te reclama agua, pan, tangible sentir cualquier.

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