viernes, 19 de enero de 2007

la fiesta

e volví a escapar de la fiesta. No sé de qué trataba, sólo hube de escapar. Ni siquiera recuerdo haber terminado de entrar cuando ya tuve que irme. Fue irme apenas saber de la fiesta. Fue imaginarme el resto para imaginar también que papel me correspondía. Sí una cartulina pero papel ninguno. Igual esta ausencia tiene mucho de incómoda: casi como haber estado, haber estado invitado, haber estado ido, haber estado aburrido, o también haber estado cortés, falso, antipático. Por lo que no sé si verdaderamente huí por mi voluntad o por la de otro. No estoy ni en la fiesta ni en ningún otro lado. Me expulsé a la calle muerta. O a este mínimo de toldo donde unas cervezas. Adonde tampoco termino de entrar.

El vestido de Marta debía de haber estado divino, claro. Las tías correspondientes se ocuparon de hasta el último pliegue, la última pelusa. Había según se supo un escote, unos hombros no sé cuánto; era tan o más largo que las piernas. Pobre Marta, pienso. Tal vez la defraudo reemplazándola por estas tristes luces violetas. No hay bichos en torno a las luces. A veces parpadean al viento y después todo sigue igual: un paisaje suburbano que termina por deprimir a los más bien intencionados fugitivos. Hay una ciudad linda mucho más allá, después del terraplén y los galpones. El terraplén y los galpones: en realidad hay ahí un bulto gris, un mazacote óxido, una arquitectura sombría apenas recortada por el pobre alumbrado. Ahora que comparo, mis luces violetas no están del todo mal. Pobre Marta.

El viejo del tugurio me invita a entrar. Es hora de levantar el campamento de la vereda. Hay rocío, no hay porqué resfriarse al pedo. No al pedo, sin embargo, seguir a la botella donde vaya: hay que lubricar el monólogo. En todo caso, un mínimo de participación. Pongamos que más acá del terraplén el viejo manda. En cuanto a su elección del estante: ¿para qué contradecirlo? Se puede decir que tiene poco margen donde equivocarse. Siglos de servir, de saberse aceptado. Aunque no sea un buen olvido el que tiene hoy para vender. En fin, poco me queda ya para sostener la evasión. Otra vez renunciando con la excusa de una inacción menos innoble. Los zapatos me aprietan, las medias me dan calor. ¿Próxima estación? Ante la duda, nada difícil para el viejo, un mudo consejo a modo de brebaje final.

Ya en la calle —suponiendo la cuenta arreglada— no cabe ningún destino. Pero un instinto borracho sopesa gravemente si a derecha o a izquierda. No es volver a la fiesta; la hora aunque insospechada inclina a pensar quizás en un después de la fiesta: algún subproducto tal vez de faldas sudadas y sin brújula como el que suscribe. Pero imposible irse a dormir ya, con tan lejos la cama y sus trapos revueltos de tanto insomnio. Camino, intento caminar. La línea recta me la dejé en un cuaderno del secundario. Y las lámparas que otrora entristecían en violeta ahora lilan otro significado. Solo yo en la luz soy el único ser del cosmos. No hay más nada. Ni fiesta, ni de qué escaparse, ni nada. O sólo una madrugada que me corteja silenciosa. O un amanecer que me busca para festejarme. O tres perros que me siguen y que casi me ponen a bailar.

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