miércoles, 31 de enero de 2007

la nave va

n diagonal a la esquina vacía, de a poco voy tomando cuenta de aquella noche. Recién hoy, varios días luego, empieza a tener peso la serie de sucesos que en principio tomé como casuales. Claro que lo del bar puede verse como un accidente totalmente independiente, pero algo difícil de definir se empeña en hacerme sospechar que algo, esa noche, estaba como transtornando el orden de las cosas. Algún día quizás reescriba estas líneas para intentar explicarme mejor. Por el momento sólo narraré el acontecimiento final, callando los previos. Porque mientras que estos últimos no me habían llamado especialmente la atención, enorme fue mi sorpresa al no encontrar el bodegón de siempre en calle Buenos Aires, y totalmente perturbado hube de encontrarlo una cuadra más al Este.
Aunque al instalarme en una mesa junto a la ventana pude comprobar que el bar era más o menos el de siempre, con sus personajes cotidianos, con su habitual geografía, no fue ni con mucho fácil salir de la confusión. Si algo se había desplazado, la sensación se acentuaba al notar que todos los clientes que ya estaban en el bar se orientaban en un mismo sentido: hacia el Este, como respetando la dirección que el bar tendría en el caso de moverse, de la misma manera en que por ejemplo se orientan las almas en un colectivo. Claro que por un azar no demasiado misterioso, la dirección de los que participábamos del viaje coincidía con la que hubiésemos tenido de cumplir la función de televidentes: la tele se elevaba por encima de todas las cabezas en el rincón que correspondía a la proa del barco, metamorfosis de forma de transporte y de tropo a la que nos obliga el tamaño del bar, y sin contar con la humedad del ambiente que convertía a todos los presentes en el pasaje de un buque en pleno mar de la noche rosarina. Nadie podría haberse ubicado en el sentido opuesto y condenarse a las incómodas sensaciones del vértigo producido al observar en dirección de la popa; el televisor en otro rincón del bar hubiera sido de tremenda desubicación, multiplicando molestias en el público y arriesgando la cubierta a la náusea del flojo parroquiano.
Pero en el piso de la nave no se notaba más que algunos puchos apagados en torno a una mugre discreta, y la caja boba seguía erguida en la proa como un vulgar mascarón, hipnotizando a gran parte de los pasajeros y de a ratos también al encargado del bar, que refugiado detrás de su caja registradora vigilaba de reojo las tareas de la escasa tripulación que armada de bandejas y trapos rejilla mantenía la gran máquina en acción.
Entretanto al bar seguía llegando gente y se multiplicaban las órdenes apenas gestuales del comandante, que iban cargándose de nerviosismo. Los ávidos viajeros se agolpaban en buena medida bajo el centelleante resplandor de la proa, que levemente comenzaba a ceder debido al sobrepeso en la cubierta. Y también leve nos llegó la sensación de que en esa concentración delantera la nave empezaba a moverse, y en un suave rechinar de los subsuelos comenzó el desplazamiento.
La situación era para preocuparse, pero al menos esto aliviaba mi incertidumbre inicial. Mi confusión se explicaba y empezaba a tener una base sólida. Y la tenía paradójicamente en la fragilidad de otras bases: la del bar, por supuesto, que en ese momento comenzaba a librarse de los cimientos para avanzar lenta y previsiblemente en dirección Este, hacia el río. Una mirada a través de los ventanales, situados un metro sobre la línea de flotación, me dejó perplejo al mostrarme la veracidad del movimiento. El trote paralelo de algunos perros me indicaba que la velocidad del bar era ya considerable. La nave se iba, inexorable, Rioja abajo.
Lo que había comenzado como un suave deslizarse, casi imperceptible, se fue convirtiendo para asombro de la clientela en una rápida avalancha de mesas y de sillas, de vasos y de hombres. La situación empezaba a urgir, y la desesperación se apoderaba de más de un jubilado. Los ventiladores se zarandeaban y los fluorescentes caían y estrepitosamente volaban en añicos. Las botellas se precipitaban de los estantes y desperdiciaban sus centenarios néctares en el piso. Fernando pedía calma pero el caos ya se había desatado: la aceleración que el bar había tomado hacía imposible el desalojo. A la altura de la Fluvial la popa quedó vacía, impulsando a todos sus ocupantes en el sentido del declive. Y el pánico fue total con el primer surgimiento de agua. La nave hizo su entrada en el río, y aunque en un principio intentó flotar, pronto se convirtió en un mar de alienados que luchaban por escapar. Poco después me ví flotando entre otros náufragos tomados de las mesas; ví muchos ahogarse por tercos no soltar los vasos y los cigarrillos; y ví otra vez el indiferente televisor que se despedía antes del cortocircuito final con una melodía: sonaba jocosa la música de Crónica mientras gradualmente desaparecía bajo el agua la figura impasible del encargado en la barra, hundiéndose heroicamente con su nave.
Se desconocen aún los números finales de la tragedia. Las esperanzas de encontrar más sobrevivientes son mínimas aunque buzos de Prefectura sigan buscando. Lo que sí se sabe es que un grupo inversor señó la esquina a primera hora de la mañana posterior a la catástrofe. El terreno vacío está vallado desde ayer, y hay dos policías que lo guardan cada noche. Se ven algunas personas, presumiblemente deudos, llegar con flores al lugar.

a la buena medida

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