martes, 16 de enero de 2007

mudo un domingo

as campanas han tardado en dejar de ser eco, finalmente recuperadas en su broncínea inercia. Los salmos han terminado de torturar los oídos del crucificado y de sus compinches de yeso. Toda la voz dominical pasa a despedirse de la sobremesa espiritual. Es la antesala del almuerzo, aleatoria en su chocar de peltre y acero inoxidable, de imitación porcelana o de lo que sea que haga de vajilla. Invitadas también al banquete, pero condenadas a la indiferencia y al ayuno, la radio o la televisión detrás de todo.
Nuestra muda terraza no aporta ni un susurro a todo ese inconsciente y vago alterarse del silencio. Tampoco tiene la intención de hacerlo, ni lo conseguiría de tenerla: la garganta de este espacio se asfixiaría de sólo suponerse parte de ese sistema de fragmentos sonoros donde el ruido de siete días se recicla para luego lloriquear otros siete. Ni un decibel que aportar a ese devenir del sonido.
Porque en este aquí delimitado por bajas tapias ajadas en silencio, entre quietos remolinos de hojarasca muerta y un montón de viejas maderas que sin embargo ignoran su capacidad de crujir, no se oye ni un algo que respire, que suelte un latido, ninguna voz que reniegue de esta nada que de por sí nada dice.

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