domingo, 12 de agosto de 2007

hoy probé con migas de pan

o sé si debo, ni a qué sirve; no sé bien cómo seguir sosteniendo la farsa con la complicidad de otro puñado de párrafos. Todo lo que había de decible lo amasé en pelotitas de miga que lancé entre dedos que insistían en nunca más escribientes. Quedó no más que una corteza vacía, la digna costra torneada al calor y tan mal a menudo menospreciada. Necesaria y minuciosa la operación de un supremo interior creador y destructor a la vez: vacía fue antaño una caja de fósforos, uno a uno decapitados los cabecitas rojas en no sé qué recuento, enumeración de idea feliz o insípida tanta vez y ceremoniosamente repetida. Finiquitado el decapitaje y alzando la mirada tuve en bruces al malón invasor. Turistas y viajeros no recorremos los mismos caminos, aunque ya sé que las encrucijadas.
Hoy probé con migas de pan para señalar el camino. O exagero en repasar el trazado o las migas hacia delante me son devueltas cuales escupitajos por que sé yo cuándo y de dónde salido ventarrón cabronazo. Puede querer el viento decirme algo y por eso me apoya suave su mano-hoja-de-plátano en el hombro: para qué saber, susurra, si lo que llamaste necesidad es obsesión, delirio que no duda en traficar entre el puro placer de la acrobacia mental o el chapoteo a vida del mismo tufo, del mismo pantano de mierda. Dijo mierda el viento o yo entendí mal, y qué mierda importa prosigue si te vuelas en adelante o atrás, hacia dónde va tu lance si todo está en la punta de tu nariz ahora y a un paso, a la vuelta de esa esquina de carne y hueso en la que sentaste tu culo sedentario.
Tranquilo amigo, que peor ya estuve y muy. La tormenta fue, y secando mis alas espero ser por fin otro que una larva.

lunes, 26 de febrero de 2007

¿duele no?

e me prefiere que de alguna forma este es el verdadero retorno, y no porque haya estado sola y todamente ido este mes en lo de Sueiro, pero sí porque los regresos en el durante no fueron de ser más que sueños al ras del suero y la morfina, y nuevamente en casa y sin enfermera es como la necesidad de lento retomar el tiempo viejo: la voz comienza a sugerir ávida de crónicas una vuelta al cuaderno como para terminar de sepultar las ceremonias de blanco y tan desinfectantes, aquellos días puramente antibióticos, los híbridos encuentros en lo que toca al deudo de café a deshora frente al hospital. La voz sugiere porque todavía no sabe cómo sobre el papel, y por ello no va sino anticipando en murmullo que percute suave detrás de la frente. Todo lo dice como preliminar esboce que no realiza por costumbre sino por no saber ni cómo intentar con qué después del accidente parte del cuerpo escribir.
Accidente es inescrupulosa licencia que me permito por no terminar de cernir el confuso episodio de cuando salté el balcón. Reflexionada o no la acción, el efecto de altura tal puede imaginarse; al margen de la indeducible supervivencia un saldo de la mitad de la osamenta no es poca cosa rota y menos sin obra social. Como fuere tanto poco importa ahora, si la cuenta sigue regresivando días hacia el fin, para descontar otros saltos al vacío o colchones que mullidos esperan la caída para algunos rebotes felices y luego redespedirse pucho y chau picho.
¿Duele no? —pregunta la vocecita y no poder plasmarla aunque más no sea para un público ningún, que hace bien en cenar a las nueve y alambrar los balcones.
¿Duele no? —y la voz se irá con cualquier distraidora imagen que se anteponga al papel.
Duele y claro que duelen las manos que duras de yeso ya no son, no pueden ni ser ni sumar al baúl de papeletas que a lo sumo lograrán si afortunadas dos minutos de justificación en la eternidad del después. Y qué será si los pies, inquiere la intrusa, el qué devenirá si el flujo que hacia las manos se mudase más abajo, hacia el pie zurdo pongamos, amoretonado de dedos burdos y poco ágiles, de factura cercana al embutido. ¿Cómo rendirán contribución no sólo a la caligrafía o a la materia discursiva, sino también a la mismísima e inmediata razón de ser de lo escrito, si lo escrito es la mano y la mesa y el tachón y el bollo y el subrayado y que se yo más qué?
Inquieta, además, al libertino que no se cuándo seré siendo ahora de yeso esculpido, el circuito de palabras que bajarán, obligadas, a través del mudo esfínter o del glande ávido de continuar su historia.

viernes, 2 de febrero de 2007

el muro

l muro seco, el muro blanco seco, fresco. Es el primer paseo, pies desnudos, manos desnudas, en el muro. El muro, apenas yo salido del hueco, se estira blanquísimo, después del largo sueño, y fresco, después de la lluvia. Dormí el hueco, dormí el sueño, una noche de fin de verano a principios de primavera. Hoy llovió, durante el sol, y despierto, fuera del recoveco, apoyo los cuatro primeros dedos en el muro. Puro mundo conocido, siempre nuevo. Que encandila, el muro, con el sol ya ido; que hace retroceder todavía una vez al hueco.
(Y hago umbral, desde donde puedo ir acostumbrando a la luz. Sin embargo, en mes y medio habrá otra costumbridad: tranquilo, muy tranquilo, estaré mirando un doble sol de mediodía.)
El muro fresco, muy blanco, y ahora móvil, como móvil. Que algo, derrepentino, cobra vida. Vida recién despertada, húmeda, las escamas todas despeinadas y reflejando el color del muro. Siento que empiezan a despertar también los sentidos otros, el rabo que tengo entre las piernas. Y tengo que, puedo, quiero, dejarla pasar. Miro desde el umbral, no me muevo, no salgo —pero me la como, la mato— y mis ojos la dejan seguir, la siguen, y fuera casi de sus órbitas la abandonan. Sólo por ahora, que canicular se anuncia el veranito, y también, o lo mismo, que la temporada recién empieza a tomar color.

barbagris

asa metro a metro El-Hadjar, flameando bandera árabe por la mar verde y blanca y por el río también: negro y rojo el casco raja en dos el paisaje litoral y sin más provocar que un murmullo de oleaje pasajero. Alucino en su puente al capitán de tópica barbagris, con sus barbas amalgama que prevalecen sobre un fondo de borrosas frente y mejilla oscuras. Son puro gris, del abanico de todos los grises: blanco, negro y algo de sepia: un sustrato arcilloso del que raíces ceniza manifiestan buen arraigarse en el cuero. De querer amotinarme esta tarde, retendría al barbagris desde su nuca grasosa y lo despojaría con una navaja. Le desnudaría el mentón y confines, le jugaría una agonía que dure lo que una afeitada lenta de pelambre espeso. Bien se comprenderá que en este oficio de verdugo –del que todos saben aunque impere desentenderse- se nos implica inevitable una moral higiénica: ese barbudismo es demasiado, pervierte nuestros valores de cutis raso y honesto; barbas son reniegues herejes, de Cristo a Castro, todos sátiros. La secta oficial impone la gillette, son pecado esas cascadas de pelo que serían incluso capaces de la capital seducción de un ángel. Un leal funcionario del poder debería ponerles fin con una inmediata arrancada de cuajo. Amagos y fintas, que no será todavía suya la desnudez y el frío de la oveja esquilmada. Allí quedarán las barbas donde sobrevivirá y justificará todo su ser capitanesco: ahí en su gris y también en las manchas tintas, ocres de tabaco con leche, punteadas de miga diversa. Aún será señor de sus barbas, soberano mandamás de un ecosistema de microscópicas criaturas, imperio mullido de piojosas formas tejiendo un destino. Lamento no poder hacer trofeo de esa crin; imberbe y cremado de no sé qué porquerías de súper, me contento con poco y confío al viento traerme de vuelta al paisaje. Cuando del buque la hélice cesa silenciosa llega una cumbia, y con ella rasante un pato describe una curva perfecta hacia el sol. Flota una que otra boya, crepitan los sauces, y todo el dulce entorno del cardenal me acepta y sin advertirme se me posa encima como si de un juncal espeso yo tratase.

el volcán

l nuestro es un exotismo más que curioso. Cuando el turista que aterriza, los sentidos desgarbados, y despliega su pequeño mapa y ve, claro, el volcán en el centro, bien destacado entre media docena de edificios históricos, coloniales; o cuando el que por mar llega en el ferry Florida, con un botón rojo de sol en la nariz, buscando el volcán de las postales pero también algún ejemplar indígena que alquilar por monedas; en realidad ambos, avión y barco enteros, todavía no se imaginan ni al volcán, ni a la lava que corre por la isla quemando corazones, cabezas, cuerpos que empiezan por los pies. El centro, descubrirán más tarde, es una furiosa maraña de calles ardientes, galerías metálicas fundiéndose al pie de la montaña. En no más de seis horas, la chica del Florida habrá comprado un negro de grandes plumas-abanico, y se refugiará en un bungalow oscuro. El venido por aire, en cambio, se desvanecerá y no se repondrá ni en tres días. Se le recomendarán un barrio de la periferia, las proximidades de una tranquila playa y la sombra de un cocotero. El centro, para más datos, es un afiebrado cuerpo de bruja hereje quemándose en una enorme hoguera que es la llama en el hornillo portátil de un semidiós dragón gigante que escupe una lengua abrasadora de fuego en el cálido vientre de un Siva danzando al rojo dentro del volcán vivo. Eso sin contar con la circunstancia política y bélica, o los burdeles del barrio sur. Varios visitantes carbonizados con sus dólares enorgullecen el museo local. Hay incluso un monumento al turista desconocido. En las embajadas, en algunos periódicos, en las menos ávidas agencias de viajes del exterior, están los pocos de siempre que tachan a la isla de peligrosa, un tercer mundo rezagado en prácticas primitivas. Sin embargo ningún comunicado oficial del norte impide a los turistas seguir llegando, aunque todos prevenidos de que el contingente regresará menguado. ¿Que es riesgo vivir junto al volcán? A la incertidumbre, él mismo responde con una bocanada de humo, diestramente dirigida al cielo en anillos: —Aquí, vuestro servidor eructa fuego una vez cada treinta y tres años; el promedio de vida aquí en la isla es igual de treinta y tres. Durante esos años no hay riesgo alguno, aparte del calor y la felicidad. Usted decide. Cuando habla el volcán, éste su poeta promotor se calla. Desde niños sabemos eso en la isla. Es como nuestro deber porque el volcán es Dios. Aunque yo siempre me ande preguntando si Dios no será solamente una boca más.

sonata claro de luna

stá el silencio, está la luna llena, está Luciana, estoy yo. No está el sol, no están las luciérnagas, no está ninguna ausencia de mujer, y no estoy, por último, otra vez, yo. Sólo luz de luna; el resto, sólo sombras, astros que secundan, sin luz propia, la luna, su luz, que tal vez, tampoco. Sin embargo, a mí, por hache, por be, o por ellas, su luz apócrifa, las cortinas, no me llega. Medianoche es, verdad, después de todo, después de la luna, después de Luciana, o antes de todo, de mí, por ejemplo. Sólo eso, medianoche, puede ser, si se quiere, real; son los relojes, precisos, los que afirman el sentido, sus tics tacs, nerviosos, rabiosos, de la medianoche. Entonces ventanas, porque si cortinas, tras las cuales, o la cual, porque puede que una sola, si cortina, donde tras ella, o tras ellas, ésto. Esto: Luciana, luna, luciérnagas no. Tal vez yo, si luz, o tal vez no, pero medianoche sí, más allá de las cortinas, más acá. Luciana, fuego. Un cigarro, repito, un cigarro, gracias, me devuelve al fuego, a la luz que brota de un fósforo como un fuego fatuo, necesario; sus manos, sí, sus manos, se encienden, me encienden, calor me dan, de una forma precaria, gratuita; tanto que, Luciana, fuego, me recrea, me reinventa; Luciana, fuego, me ilumina, me devuelve, un fósforo, el rostro, gracias. La llama baila, se quiebra, en ella, sobre ella, sobre su sombra de luna. La llama se dobla, se quiebra, hacia el cigarrillo, hacia la boca, en fin, hacia mí, otra vez devuelto, encendido, otra vez yo, la enésima. Fumo, mirando, perdido, algún punto del espacio, obscuro, que delante mío se define, entre otros muchos, único, uno cualquiera. Fumo, mirando a través de la ventana, y es indispensable (y para ello voy, pensándolo bien, corriendo la cortina, o mejor aún, las cortinas) correr la cortina, correrlas. Entonces fumo, soplo el humo que se teje y se desteje gris bajo la luz de la luna, el humo que, en la medianoche en que yo, haya o no haya antes luz, o medianoche, haya o no haya corrido las cortinas, brilla blanco, del cigarrillo en mi boca. Linda noche Luciana, sí, digo, buena luna Luciana, ajá, digo, dame un beso Luciana con sus manos colgando de mis hombros, su cabeza, en mi pecho, blanco, por su luz, por la luna, resbalando. Me desnuda, la luz, desde los hombros hacia abajo, y corre, de alguna forma, nuevamente, la cortina, las cortinas. Me desnuda, Luciana, y aparece el cuerpo obscuro, sin sombras, negro, otra vez desnudo, de la noche, ya no medianoche, sino, un instante después, un abrir y cerrar de cortinas, un tic, un tac, un tac, un tac.

miércoles, 31 de enero de 2007

el parto apurado y fallido de un personaje

o te me encabrones y de paso andá recordando que naciste sin ombligo y no de puro capricho ahí te puse por algo y el cordón lo cortaré cuando mi antojo. Te parí porque soy guapo y el útero me reventaba de ansia paternal y tan ansia que pensaba gestarte en nueve minutos pero a los tres ya estaba abortándote sietemesina y cuarentona. Que te puse ahí sin pupo sin himen y libre de menstruación porque no te quise virgen ni menopáusica y claro fue que desde el primer cromosoma escrito fuiste un pedazo de mujer. Te hice personaje sabiendo incluso que tu clon es de fácil tecnología y la que te imite será como tú tan irreal de carne y hueso aunque plana en otro papel y por lo tanto ajena lejana y extranjera. Convencete que en ninguna parte tendrás cafisho de hospitalidad igual y pan vino todo lo que soy lo tendrás. Entiendo que reclames libertad porque en otra prosa seducen otras emociones pero todavía no entendiste que debes leer hasta el final donde de vos no queda más que un trapo de piso.

la nave va

n diagonal a la esquina vacía, de a poco voy tomando cuenta de aquella noche. Recién hoy, varios días luego, empieza a tener peso la serie de sucesos que en principio tomé como casuales. Claro que lo del bar puede verse como un accidente totalmente independiente, pero algo difícil de definir se empeña en hacerme sospechar que algo, esa noche, estaba como transtornando el orden de las cosas. Algún día quizás reescriba estas líneas para intentar explicarme mejor. Por el momento sólo narraré el acontecimiento final, callando los previos. Porque mientras que estos últimos no me habían llamado especialmente la atención, enorme fue mi sorpresa al no encontrar el bodegón de siempre en calle Buenos Aires, y totalmente perturbado hube de encontrarlo una cuadra más al Este.
Aunque al instalarme en una mesa junto a la ventana pude comprobar que el bar era más o menos el de siempre, con sus personajes cotidianos, con su habitual geografía, no fue ni con mucho fácil salir de la confusión. Si algo se había desplazado, la sensación se acentuaba al notar que todos los clientes que ya estaban en el bar se orientaban en un mismo sentido: hacia el Este, como respetando la dirección que el bar tendría en el caso de moverse, de la misma manera en que por ejemplo se orientan las almas en un colectivo. Claro que por un azar no demasiado misterioso, la dirección de los que participábamos del viaje coincidía con la que hubiésemos tenido de cumplir la función de televidentes: la tele se elevaba por encima de todas las cabezas en el rincón que correspondía a la proa del barco, metamorfosis de forma de transporte y de tropo a la que nos obliga el tamaño del bar, y sin contar con la humedad del ambiente que convertía a todos los presentes en el pasaje de un buque en pleno mar de la noche rosarina. Nadie podría haberse ubicado en el sentido opuesto y condenarse a las incómodas sensaciones del vértigo producido al observar en dirección de la popa; el televisor en otro rincón del bar hubiera sido de tremenda desubicación, multiplicando molestias en el público y arriesgando la cubierta a la náusea del flojo parroquiano.
Pero en el piso de la nave no se notaba más que algunos puchos apagados en torno a una mugre discreta, y la caja boba seguía erguida en la proa como un vulgar mascarón, hipnotizando a gran parte de los pasajeros y de a ratos también al encargado del bar, que refugiado detrás de su caja registradora vigilaba de reojo las tareas de la escasa tripulación que armada de bandejas y trapos rejilla mantenía la gran máquina en acción.
Entretanto al bar seguía llegando gente y se multiplicaban las órdenes apenas gestuales del comandante, que iban cargándose de nerviosismo. Los ávidos viajeros se agolpaban en buena medida bajo el centelleante resplandor de la proa, que levemente comenzaba a ceder debido al sobrepeso en la cubierta. Y también leve nos llegó la sensación de que en esa concentración delantera la nave empezaba a moverse, y en un suave rechinar de los subsuelos comenzó el desplazamiento.
La situación era para preocuparse, pero al menos esto aliviaba mi incertidumbre inicial. Mi confusión se explicaba y empezaba a tener una base sólida. Y la tenía paradójicamente en la fragilidad de otras bases: la del bar, por supuesto, que en ese momento comenzaba a librarse de los cimientos para avanzar lenta y previsiblemente en dirección Este, hacia el río. Una mirada a través de los ventanales, situados un metro sobre la línea de flotación, me dejó perplejo al mostrarme la veracidad del movimiento. El trote paralelo de algunos perros me indicaba que la velocidad del bar era ya considerable. La nave se iba, inexorable, Rioja abajo.
Lo que había comenzado como un suave deslizarse, casi imperceptible, se fue convirtiendo para asombro de la clientela en una rápida avalancha de mesas y de sillas, de vasos y de hombres. La situación empezaba a urgir, y la desesperación se apoderaba de más de un jubilado. Los ventiladores se zarandeaban y los fluorescentes caían y estrepitosamente volaban en añicos. Las botellas se precipitaban de los estantes y desperdiciaban sus centenarios néctares en el piso. Fernando pedía calma pero el caos ya se había desatado: la aceleración que el bar había tomado hacía imposible el desalojo. A la altura de la Fluvial la popa quedó vacía, impulsando a todos sus ocupantes en el sentido del declive. Y el pánico fue total con el primer surgimiento de agua. La nave hizo su entrada en el río, y aunque en un principio intentó flotar, pronto se convirtió en un mar de alienados que luchaban por escapar. Poco después me ví flotando entre otros náufragos tomados de las mesas; ví muchos ahogarse por tercos no soltar los vasos y los cigarrillos; y ví otra vez el indiferente televisor que se despedía antes del cortocircuito final con una melodía: sonaba jocosa la música de Crónica mientras gradualmente desaparecía bajo el agua la figura impasible del encargado en la barra, hundiéndose heroicamente con su nave.
Se desconocen aún los números finales de la tragedia. Las esperanzas de encontrar más sobrevivientes son mínimas aunque buzos de Prefectura sigan buscando. Lo que sí se sabe es que un grupo inversor señó la esquina a primera hora de la mañana posterior a la catástrofe. El terreno vacío está vallado desde ayer, y hay dos policías que lo guardan cada noche. Se ven algunas personas, presumiblemente deudos, llegar con flores al lugar.

a la buena medida

martes, 23 de enero de 2007

estornudo o en la penumbra

na taquicardia de cuerpo y espíritu me devuelve del entierro vivo bajo las frazadas. Un alivio de aire fresco me trae de vuelta al mundo de los despiertos, y sin embargo no alcanza para un blando minuto de olvido. La luz naranja a través de los vidrios sucios, pareja adentro y afuera, me pierde un poco en todo pero no toca mi más honda incertidumbre: el fin de esta hora maldita.
No puedo decir que envidio el otro destino que yace aquí a mi lado pero casi: su plácido sueño no es absorbido del todo por la penumbra anaranjada y ese mínimo contraste es odioso. Penumbra constante que participa de esta medianoche amarga como del buen rato que ocurrió en esta misma cama cuando el corazón no pensaba y era el cuerpo entero quien latía —junto al otro cuerpo, unidos el cuerpo y el anticuerpo en una misma sangre que desafiaba todas las gripes que la habitación fría proponía, con las manos heladas y los pies desnudos y temblorosos, con las fiebres subiendo desde los vientres y con las toses que de ellos brotaron escupiendo al unísono sus flemas.
La luz sigue allí naranja, más terca que el sueño que no llega. Estornudo, vuelvo a estornudar, y río viendo en mi mano un pegote de absurdos que no sé cómo limpiar.

una tumba

ué la vida resaldría de aquí, cómo? ¿Una ortiga, un brote de achicoria?
Una tumba: palabras. Hierba que crece alrededor: palabras. Un pizarrón donde se inscriben y se repiten imágenes, una tras otra, cada una germen y término de sus correlativas. Una mujer, hermosa, desconocida; una visión. Parca visión. Deber yacer por toda la eternidad. Con otra vez el estruendo, la explosión, luz. Abominable condena perpetua a recordar. Yacer inocuo, imposible de músculo, siquiera de mover una nada el párpado. Si hubiere despertar, ¿adónde, en qué pierna y cuándo, cuándo? ¿Cuánto repaso de las tablas de multiplicar, de las caras, de las historias? Historias vivas, escritas y no, a todavía escribirse. Caras, caros rostros, brazos, vellos, parcos y no, caras y paisajes entre las caras: escuelas, cines, cementerios. Caras, cruces, soles. Un jardín de verde césped. Un subsuelo oscuro, mal iluminado de tubos. Una luz, una explosión. Más caras. Una mujer, yacer, repasar: una mujer, otras mujeres. Moscas, gusanos, mariposas. Lagartijas y palomas. Abejitas cada una con su celda. Más y más cuerpos, lindos o feos, según el capricho. La lista es larga, toda enumeración es posible. El infinito es una cinta que se recorre infinitamente de un lado y del otro. Tanto como una cinta cualquiera. Infinito no hacer. Yacer, e infinito puto pensar. Infinito que te parió. Tu esclavo se alza impotente y desde la siempre horizontal te reclama agua, pan, tangible sentir cualquier.

viernes, 19 de enero de 2007

paisaje urbano donde un semáforo

e rompe las pelotas —protesta una voz ajena, sin rostro, mecánica sea por cualquiera de las razones de siempre. La frase llega y promueve que tres o cuatro cosas comiencen a definirse para aquel que al azar sintoniza ese tiempo prestándole una vaga atención: esa voz, otras voces, y una música rancia de boliche de nómades, van así conformando el contexto total de lo que antes era sólo el ruido de la estación. O también que así, progresivamente, tautológicamente, van completando la impresión de quién de espaldas al bar escucha e inscribe a la voz resentida dentro de los límites difusos de una realidad que también incluye al mozo, partícipe inconstante, o a los taxis haciendo largas colas que entre franelas van inventariando la noche de siempre. El resto ya puede imaginarse; algún borracho más allá del que suscribe, un travesti haciendo esquina, un semáforo que se nos vuelve indiferente, y toda nuestra actividad física reducida a la habitual triangulación entre los componentes de una mesa de bar. A pesar de más de un par de suelas gastadas por estas veredas todo un universo desconocido se vuelve a revelar. La clave puede estar en el vuelto (¿equivocado adrede?) del mozo, en el titilar de un hombrecito blanco dos metros más arriba del cordón al que arriba una cebra despintada, o en cualquier otro detalle. Interminablemente se sucederán en el semáforo el hombrecito de blanco y el de naranja, aunque es preciso observar que en esta esquina prevalece el último, que por unos instantes se congela y vigila firme desde su atalaya. El otro, quien tiende a poseer una realidad menos estática, debe a su vez ajustarse a una existencia más breve. Claves, o distracciones suficientes para cruzar la calle sin la debida atención que el civismo reclama.
De noches así no dejaremos más que un legado: el del asfalto sembrado de tapas de cerveza.

la fiesta

e volví a escapar de la fiesta. No sé de qué trataba, sólo hube de escapar. Ni siquiera recuerdo haber terminado de entrar cuando ya tuve que irme. Fue irme apenas saber de la fiesta. Fue imaginarme el resto para imaginar también que papel me correspondía. Sí una cartulina pero papel ninguno. Igual esta ausencia tiene mucho de incómoda: casi como haber estado, haber estado invitado, haber estado ido, haber estado aburrido, o también haber estado cortés, falso, antipático. Por lo que no sé si verdaderamente huí por mi voluntad o por la de otro. No estoy ni en la fiesta ni en ningún otro lado. Me expulsé a la calle muerta. O a este mínimo de toldo donde unas cervezas. Adonde tampoco termino de entrar.

El vestido de Marta debía de haber estado divino, claro. Las tías correspondientes se ocuparon de hasta el último pliegue, la última pelusa. Había según se supo un escote, unos hombros no sé cuánto; era tan o más largo que las piernas. Pobre Marta, pienso. Tal vez la defraudo reemplazándola por estas tristes luces violetas. No hay bichos en torno a las luces. A veces parpadean al viento y después todo sigue igual: un paisaje suburbano que termina por deprimir a los más bien intencionados fugitivos. Hay una ciudad linda mucho más allá, después del terraplén y los galpones. El terraplén y los galpones: en realidad hay ahí un bulto gris, un mazacote óxido, una arquitectura sombría apenas recortada por el pobre alumbrado. Ahora que comparo, mis luces violetas no están del todo mal. Pobre Marta.

El viejo del tugurio me invita a entrar. Es hora de levantar el campamento de la vereda. Hay rocío, no hay porqué resfriarse al pedo. No al pedo, sin embargo, seguir a la botella donde vaya: hay que lubricar el monólogo. En todo caso, un mínimo de participación. Pongamos que más acá del terraplén el viejo manda. En cuanto a su elección del estante: ¿para qué contradecirlo? Se puede decir que tiene poco margen donde equivocarse. Siglos de servir, de saberse aceptado. Aunque no sea un buen olvido el que tiene hoy para vender. En fin, poco me queda ya para sostener la evasión. Otra vez renunciando con la excusa de una inacción menos innoble. Los zapatos me aprietan, las medias me dan calor. ¿Próxima estación? Ante la duda, nada difícil para el viejo, un mudo consejo a modo de brebaje final.

Ya en la calle —suponiendo la cuenta arreglada— no cabe ningún destino. Pero un instinto borracho sopesa gravemente si a derecha o a izquierda. No es volver a la fiesta; la hora aunque insospechada inclina a pensar quizás en un después de la fiesta: algún subproducto tal vez de faldas sudadas y sin brújula como el que suscribe. Pero imposible irse a dormir ya, con tan lejos la cama y sus trapos revueltos de tanto insomnio. Camino, intento caminar. La línea recta me la dejé en un cuaderno del secundario. Y las lámparas que otrora entristecían en violeta ahora lilan otro significado. Solo yo en la luz soy el único ser del cosmos. No hay más nada. Ni fiesta, ni de qué escaparse, ni nada. O sólo una madrugada que me corteja silenciosa. O un amanecer que me busca para festejarme. O tres perros que me siguen y que casi me ponen a bailar.

martes, 16 de enero de 2007

mudo un domingo

as campanas han tardado en dejar de ser eco, finalmente recuperadas en su broncínea inercia. Los salmos han terminado de torturar los oídos del crucificado y de sus compinches de yeso. Toda la voz dominical pasa a despedirse de la sobremesa espiritual. Es la antesala del almuerzo, aleatoria en su chocar de peltre y acero inoxidable, de imitación porcelana o de lo que sea que haga de vajilla. Invitadas también al banquete, pero condenadas a la indiferencia y al ayuno, la radio o la televisión detrás de todo.
Nuestra muda terraza no aporta ni un susurro a todo ese inconsciente y vago alterarse del silencio. Tampoco tiene la intención de hacerlo, ni lo conseguiría de tenerla: la garganta de este espacio se asfixiaría de sólo suponerse parte de ese sistema de fragmentos sonoros donde el ruido de siete días se recicla para luego lloriquear otros siete. Ni un decibel que aportar a ese devenir del sonido.
Porque en este aquí delimitado por bajas tapias ajadas en silencio, entre quietos remolinos de hojarasca muerta y un montón de viejas maderas que sin embargo ignoran su capacidad de crujir, no se oye ni un algo que respire, que suelte un latido, ninguna voz que reniegue de esta nada que de por sí nada dice.

fragmento cualquier

efine tres o cuatro elementos y allí seré en alguno de mis fragmentos. Por ejemplo dime paraíso en flor y gato gris de manchas barro, o gato y niña mujercita de doble trenzaje hermosa. Triangula y en el centro me tendrás, la mano sobre el papel, las migas, el mantel. Se me va por las ramas el último sol, no último aún de crepúsculo pero ávido de dejarme en la sombra. Lástima bandoneón, que trencitas y manchita se reúnen y se van, abandonándome a otra felicidad menos completa. Y qué, si el árbol sigue siéndome, si entre tanta figurita verde soy follaje y soy cielo, si en el cuadriculado verditono del mantel soy mesa, raíz y tierra. Qué cabrón sentir que algún dolor debería aquí colarse, pugnando por balancear en no sé qué ficticia justidad la circunstancia futura de sufrires seguros pero que qué importa predecir. Carpe diem exagerado; aterriza, olvida, hazte hombre con hache muda y otras cinco letras bien puestas. Fíjate que allí vuelve tranquilo manchita a ofrecerte erizado de líbido el lomo desde la oreja al rabo, con en su pelambre todavía guardando cálida la trenza y su delicada caricia, nada más invisible a la retina imperfecta que si apenas capta un pedacito de apariencia.

sábado, 13 de enero de 2007

el despertar

i sueño ni vigilia, la conciencia fue retornando dolorosa en un doble centro: las manos le latían ardientes de maldito ardor. De la perturbadora noche, de un infierno de intermitencias, salió con un terrible dolor de cabeza, y abriendo los ojos, vio las llagas.
Sobresaltado, miró a su mujer que se peinaba frente al espejo. Ella giró indiferente y mirándole las palmas le respondió con un vago no y una sonrisa. En vano repitió la pregunta fijando sus ojos más allá de sus llagadas manos, en la sábana. La mujer volvió a reír y lo renegó mientras le ofrecía un café. Cuando se sentó frente a su taza comprendió que ya estaba solo; sobre la mesada de la cocina estaba el tazón vacío y en el aire aún persistía el eco de la puerta al cerrarse. A ambos lados del café volvió a ver sus manos marcadas de rojo, un instante antes de que su cuerpo se retorciera entero en un grito agudo al apoyar las manos en la loza caliente. Corrió al baño en busca del botiquín, tomó alcohol, vendas. Mordió una toalla, y el primer grito arrancó desde su estigma izquierdo. Se vendó como pudo mientras una mueca de espanto se iba haciendo testigo de su patético accionar. Se vendó tan fuerte que un latir de manos se hacía sentir como un temblor de todo el cuerpo. Bebió el café ya frío, tomó dos aspirinas, prendió la radio, salió al jardín, buscó en el desván el serrucho.
El latir se había vuelto insoportable pero por debajo un ardor quemaba hasta chamuscar las vendas. Otra vez la toalla se empapó de baba en un arrebato de valor. La mano derecha serruchó a la izquierda, y descubrió tarde que ésta ya serruchada no podría retribuir el favor.
En una estoica y dolorosa espera dos horas pasaron hasta que por fin la llave giró en la cerradura. Al entrar, ella presiente de inmediato la preocupación y pregunta. Ante el absurdo de la respuesta se ofrece como verdugo de las manos que rodean su cintura. Él explica que ya acabó con una de ellas, que es imposible que sienta en su flanco derecho algo que no sea un muñón. Otra vez riendo, ella le toma los dedos de la mano izquierda y se los presenta frente a los ojos con un dejo irónico. Él no puede entender ese gesto de levantar con tanta pasividad una muñeca cercenada que aún chorrea sangre.
Ante la enfermiza insistencia, la mujer termina por darle la razón y conviene que sí, que las llagas. Se decide por ayudarlo y acepta su ruego y le corta la mano derecha que tanto insiste y luego también la izquierda como una yapa perversa. Él acepta que su mano izquierda esté bien pegada a su muñeca y pide que en ese caso le corte las dos. Mil veces hubo de insistir para hacerle aceptar el serrucho.
Una melancólica satisfacción lo invade mientras mira con calma las dos manos con sus llagas que yacen muertas frente a él, que lo separan de esa extraña que lo mira con ojos de burla y piedad simultáneas. Ella misma va volviendo en sí, ya olvidando su ataque de furia, ya recuperándose de esta primera vez que la sacan así de quicio. Reconoce que estuvo cerca de hacer una locura, que vaya a saber qué instinto puso el serrucho en sus manos y le indicó lo que debía. Una tregua que no habrá de durar ante semejante terquedad: sabiendo que aún ella tiene el serrucho, tembloroso y negro de sangre, entonces pide más, sólo un poco, tal vez a la altura del antebrazo. Es que las manos le ardían pero ahora los cortes a la altura de las muñecas también y peor. Ella vuelve a negar y el gallo canta y él vuelve a insistir y uno de los dos tiene que ceder. Y con el dolor nace un nuevo grito y un desmayo.
Ni sueño ni vigilia, la conciencia fue retornando dolorosa en un doble centro: abriendo los ojos, vio sus brazos vendados hasta los codos. Creyó comprender, pero entonces oyó la risa de la enfermera. La vio retorcerse en el piso sobre su caparazón; vio también un líquido amarillo manando de sus ocho patas mutiladas.