viernes, 19 de enero de 2007

paisaje urbano donde un semáforo

e rompe las pelotas —protesta una voz ajena, sin rostro, mecánica sea por cualquiera de las razones de siempre. La frase llega y promueve que tres o cuatro cosas comiencen a definirse para aquel que al azar sintoniza ese tiempo prestándole una vaga atención: esa voz, otras voces, y una música rancia de boliche de nómades, van así conformando el contexto total de lo que antes era sólo el ruido de la estación. O también que así, progresivamente, tautológicamente, van completando la impresión de quién de espaldas al bar escucha e inscribe a la voz resentida dentro de los límites difusos de una realidad que también incluye al mozo, partícipe inconstante, o a los taxis haciendo largas colas que entre franelas van inventariando la noche de siempre. El resto ya puede imaginarse; algún borracho más allá del que suscribe, un travesti haciendo esquina, un semáforo que se nos vuelve indiferente, y toda nuestra actividad física reducida a la habitual triangulación entre los componentes de una mesa de bar. A pesar de más de un par de suelas gastadas por estas veredas todo un universo desconocido se vuelve a revelar. La clave puede estar en el vuelto (¿equivocado adrede?) del mozo, en el titilar de un hombrecito blanco dos metros más arriba del cordón al que arriba una cebra despintada, o en cualquier otro detalle. Interminablemente se sucederán en el semáforo el hombrecito de blanco y el de naranja, aunque es preciso observar que en esta esquina prevalece el último, que por unos instantes se congela y vigila firme desde su atalaya. El otro, quien tiende a poseer una realidad menos estática, debe a su vez ajustarse a una existencia más breve. Claves, o distracciones suficientes para cruzar la calle sin la debida atención que el civismo reclama.
De noches así no dejaremos más que un legado: el del asfalto sembrado de tapas de cerveza.

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