lunes, 26 de febrero de 2007

¿duele no?

e me prefiere que de alguna forma este es el verdadero retorno, y no porque haya estado sola y todamente ido este mes en lo de Sueiro, pero sí porque los regresos en el durante no fueron de ser más que sueños al ras del suero y la morfina, y nuevamente en casa y sin enfermera es como la necesidad de lento retomar el tiempo viejo: la voz comienza a sugerir ávida de crónicas una vuelta al cuaderno como para terminar de sepultar las ceremonias de blanco y tan desinfectantes, aquellos días puramente antibióticos, los híbridos encuentros en lo que toca al deudo de café a deshora frente al hospital. La voz sugiere porque todavía no sabe cómo sobre el papel, y por ello no va sino anticipando en murmullo que percute suave detrás de la frente. Todo lo dice como preliminar esboce que no realiza por costumbre sino por no saber ni cómo intentar con qué después del accidente parte del cuerpo escribir.
Accidente es inescrupulosa licencia que me permito por no terminar de cernir el confuso episodio de cuando salté el balcón. Reflexionada o no la acción, el efecto de altura tal puede imaginarse; al margen de la indeducible supervivencia un saldo de la mitad de la osamenta no es poca cosa rota y menos sin obra social. Como fuere tanto poco importa ahora, si la cuenta sigue regresivando días hacia el fin, para descontar otros saltos al vacío o colchones que mullidos esperan la caída para algunos rebotes felices y luego redespedirse pucho y chau picho.
¿Duele no? —pregunta la vocecita y no poder plasmarla aunque más no sea para un público ningún, que hace bien en cenar a las nueve y alambrar los balcones.
¿Duele no? —y la voz se irá con cualquier distraidora imagen que se anteponga al papel.
Duele y claro que duelen las manos que duras de yeso ya no son, no pueden ni ser ni sumar al baúl de papeletas que a lo sumo lograrán si afortunadas dos minutos de justificación en la eternidad del después. Y qué será si los pies, inquiere la intrusa, el qué devenirá si el flujo que hacia las manos se mudase más abajo, hacia el pie zurdo pongamos, amoretonado de dedos burdos y poco ágiles, de factura cercana al embutido. ¿Cómo rendirán contribución no sólo a la caligrafía o a la materia discursiva, sino también a la mismísima e inmediata razón de ser de lo escrito, si lo escrito es la mano y la mesa y el tachón y el bollo y el subrayado y que se yo más qué?
Inquieta, además, al libertino que no se cuándo seré siendo ahora de yeso esculpido, el circuito de palabras que bajarán, obligadas, a través del mudo esfínter o del glande ávido de continuar su historia.

viernes, 2 de febrero de 2007

el muro

l muro seco, el muro blanco seco, fresco. Es el primer paseo, pies desnudos, manos desnudas, en el muro. El muro, apenas yo salido del hueco, se estira blanquísimo, después del largo sueño, y fresco, después de la lluvia. Dormí el hueco, dormí el sueño, una noche de fin de verano a principios de primavera. Hoy llovió, durante el sol, y despierto, fuera del recoveco, apoyo los cuatro primeros dedos en el muro. Puro mundo conocido, siempre nuevo. Que encandila, el muro, con el sol ya ido; que hace retroceder todavía una vez al hueco.
(Y hago umbral, desde donde puedo ir acostumbrando a la luz. Sin embargo, en mes y medio habrá otra costumbridad: tranquilo, muy tranquilo, estaré mirando un doble sol de mediodía.)
El muro fresco, muy blanco, y ahora móvil, como móvil. Que algo, derrepentino, cobra vida. Vida recién despertada, húmeda, las escamas todas despeinadas y reflejando el color del muro. Siento que empiezan a despertar también los sentidos otros, el rabo que tengo entre las piernas. Y tengo que, puedo, quiero, dejarla pasar. Miro desde el umbral, no me muevo, no salgo —pero me la como, la mato— y mis ojos la dejan seguir, la siguen, y fuera casi de sus órbitas la abandonan. Sólo por ahora, que canicular se anuncia el veranito, y también, o lo mismo, que la temporada recién empieza a tomar color.

barbagris

asa metro a metro El-Hadjar, flameando bandera árabe por la mar verde y blanca y por el río también: negro y rojo el casco raja en dos el paisaje litoral y sin más provocar que un murmullo de oleaje pasajero. Alucino en su puente al capitán de tópica barbagris, con sus barbas amalgama que prevalecen sobre un fondo de borrosas frente y mejilla oscuras. Son puro gris, del abanico de todos los grises: blanco, negro y algo de sepia: un sustrato arcilloso del que raíces ceniza manifiestan buen arraigarse en el cuero. De querer amotinarme esta tarde, retendría al barbagris desde su nuca grasosa y lo despojaría con una navaja. Le desnudaría el mentón y confines, le jugaría una agonía que dure lo que una afeitada lenta de pelambre espeso. Bien se comprenderá que en este oficio de verdugo –del que todos saben aunque impere desentenderse- se nos implica inevitable una moral higiénica: ese barbudismo es demasiado, pervierte nuestros valores de cutis raso y honesto; barbas son reniegues herejes, de Cristo a Castro, todos sátiros. La secta oficial impone la gillette, son pecado esas cascadas de pelo que serían incluso capaces de la capital seducción de un ángel. Un leal funcionario del poder debería ponerles fin con una inmediata arrancada de cuajo. Amagos y fintas, que no será todavía suya la desnudez y el frío de la oveja esquilmada. Allí quedarán las barbas donde sobrevivirá y justificará todo su ser capitanesco: ahí en su gris y también en las manchas tintas, ocres de tabaco con leche, punteadas de miga diversa. Aún será señor de sus barbas, soberano mandamás de un ecosistema de microscópicas criaturas, imperio mullido de piojosas formas tejiendo un destino. Lamento no poder hacer trofeo de esa crin; imberbe y cremado de no sé qué porquerías de súper, me contento con poco y confío al viento traerme de vuelta al paisaje. Cuando del buque la hélice cesa silenciosa llega una cumbia, y con ella rasante un pato describe una curva perfecta hacia el sol. Flota una que otra boya, crepitan los sauces, y todo el dulce entorno del cardenal me acepta y sin advertirme se me posa encima como si de un juncal espeso yo tratase.

el volcán

l nuestro es un exotismo más que curioso. Cuando el turista que aterriza, los sentidos desgarbados, y despliega su pequeño mapa y ve, claro, el volcán en el centro, bien destacado entre media docena de edificios históricos, coloniales; o cuando el que por mar llega en el ferry Florida, con un botón rojo de sol en la nariz, buscando el volcán de las postales pero también algún ejemplar indígena que alquilar por monedas; en realidad ambos, avión y barco enteros, todavía no se imaginan ni al volcán, ni a la lava que corre por la isla quemando corazones, cabezas, cuerpos que empiezan por los pies. El centro, descubrirán más tarde, es una furiosa maraña de calles ardientes, galerías metálicas fundiéndose al pie de la montaña. En no más de seis horas, la chica del Florida habrá comprado un negro de grandes plumas-abanico, y se refugiará en un bungalow oscuro. El venido por aire, en cambio, se desvanecerá y no se repondrá ni en tres días. Se le recomendarán un barrio de la periferia, las proximidades de una tranquila playa y la sombra de un cocotero. El centro, para más datos, es un afiebrado cuerpo de bruja hereje quemándose en una enorme hoguera que es la llama en el hornillo portátil de un semidiós dragón gigante que escupe una lengua abrasadora de fuego en el cálido vientre de un Siva danzando al rojo dentro del volcán vivo. Eso sin contar con la circunstancia política y bélica, o los burdeles del barrio sur. Varios visitantes carbonizados con sus dólares enorgullecen el museo local. Hay incluso un monumento al turista desconocido. En las embajadas, en algunos periódicos, en las menos ávidas agencias de viajes del exterior, están los pocos de siempre que tachan a la isla de peligrosa, un tercer mundo rezagado en prácticas primitivas. Sin embargo ningún comunicado oficial del norte impide a los turistas seguir llegando, aunque todos prevenidos de que el contingente regresará menguado. ¿Que es riesgo vivir junto al volcán? A la incertidumbre, él mismo responde con una bocanada de humo, diestramente dirigida al cielo en anillos: —Aquí, vuestro servidor eructa fuego una vez cada treinta y tres años; el promedio de vida aquí en la isla es igual de treinta y tres. Durante esos años no hay riesgo alguno, aparte del calor y la felicidad. Usted decide. Cuando habla el volcán, éste su poeta promotor se calla. Desde niños sabemos eso en la isla. Es como nuestro deber porque el volcán es Dios. Aunque yo siempre me ande preguntando si Dios no será solamente una boca más.

sonata claro de luna

stá el silencio, está la luna llena, está Luciana, estoy yo. No está el sol, no están las luciérnagas, no está ninguna ausencia de mujer, y no estoy, por último, otra vez, yo. Sólo luz de luna; el resto, sólo sombras, astros que secundan, sin luz propia, la luna, su luz, que tal vez, tampoco. Sin embargo, a mí, por hache, por be, o por ellas, su luz apócrifa, las cortinas, no me llega. Medianoche es, verdad, después de todo, después de la luna, después de Luciana, o antes de todo, de mí, por ejemplo. Sólo eso, medianoche, puede ser, si se quiere, real; son los relojes, precisos, los que afirman el sentido, sus tics tacs, nerviosos, rabiosos, de la medianoche. Entonces ventanas, porque si cortinas, tras las cuales, o la cual, porque puede que una sola, si cortina, donde tras ella, o tras ellas, ésto. Esto: Luciana, luna, luciérnagas no. Tal vez yo, si luz, o tal vez no, pero medianoche sí, más allá de las cortinas, más acá. Luciana, fuego. Un cigarro, repito, un cigarro, gracias, me devuelve al fuego, a la luz que brota de un fósforo como un fuego fatuo, necesario; sus manos, sí, sus manos, se encienden, me encienden, calor me dan, de una forma precaria, gratuita; tanto que, Luciana, fuego, me recrea, me reinventa; Luciana, fuego, me ilumina, me devuelve, un fósforo, el rostro, gracias. La llama baila, se quiebra, en ella, sobre ella, sobre su sombra de luna. La llama se dobla, se quiebra, hacia el cigarrillo, hacia la boca, en fin, hacia mí, otra vez devuelto, encendido, otra vez yo, la enésima. Fumo, mirando, perdido, algún punto del espacio, obscuro, que delante mío se define, entre otros muchos, único, uno cualquiera. Fumo, mirando a través de la ventana, y es indispensable (y para ello voy, pensándolo bien, corriendo la cortina, o mejor aún, las cortinas) correr la cortina, correrlas. Entonces fumo, soplo el humo que se teje y se desteje gris bajo la luz de la luna, el humo que, en la medianoche en que yo, haya o no haya antes luz, o medianoche, haya o no haya corrido las cortinas, brilla blanco, del cigarrillo en mi boca. Linda noche Luciana, sí, digo, buena luna Luciana, ajá, digo, dame un beso Luciana con sus manos colgando de mis hombros, su cabeza, en mi pecho, blanco, por su luz, por la luna, resbalando. Me desnuda, la luz, desde los hombros hacia abajo, y corre, de alguna forma, nuevamente, la cortina, las cortinas. Me desnuda, Luciana, y aparece el cuerpo obscuro, sin sombras, negro, otra vez desnudo, de la noche, ya no medianoche, sino, un instante después, un abrir y cerrar de cortinas, un tic, un tac, un tac, un tac.