de vuelta
e posa la noche desnudo el telamen de estrella de todo signo. El navegante no puede sino consultar aquel punto negro, este otro. Ni tizas de dioses podrán; ni instrumentos astrolábicos mágicos podrán; ni un zodiacal saber dibujará el mapa, la constelación cualquiera.En el cuaderno de bitácora se amotina un vacío total de novedades: la nave cavila pensativa, el comandante cabecea a la deriva. Quizás después de todo la rutina de tierra no era tan mal. ¿Necesario ir hacia dónde? ¿A qué traer de otra orilla oro de anécdota, espécimen salvaje a domesticar al regreso?
El viajero contará los nudos, los cabos, las velas; en la altura del mástil mayor lo verá el amanecer; será más sabio, ¿será más feliz?, será más viejo. Sabrá del tiempo, sabrá esperar, sabrá la sal de otro cielo, negro, sí, de todos los azules posibles. Y será también semblante de soledad y delirio: clavando garras en el puente oirá locas sirenas, un coro de musas atlánticas, siete veces siete especies de hermosas criaturitas marinas. Desesperará, será (se hará) loco, empinará el catalejo con su culo de aguardiente y brindará por su majestad el no sé qué genial soberano que lo ha enviado a todas estas preciosuras del agua. Las que le cuchichearán al oído de que otrora las han llamado monstruos, pero que sin embargo por algo será que algunos marinos, ricos e ilustres, se tomaban su tiempo para volver a sus puertos de origen.
De ser unívoca la voluntad del hombre otra sería la continuación del viaje. Pero llega un marinero para prevenir:
—Jefe, el escorbuto hace estragos.
El navegante, entonces, no está solo. Su cabeza está tripulada por, entre otras cosas, marineros buchones. Buchones y putos.
Ciento ochenta grados, ordenará. Y desencadenará una cuenta regresiva de memoria que nos traerá nuevamente aquí, a mirar bobos la suave ola, el pez que salta y vuelve al agua silenciosa. Un nuevo mutismo reclama, y es premisa dejar al navegante.
La marea comienza a bajar, dejando la costa fragante de concha muerta.
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