jueves, 11 de enero de 2007

entre las pelusas

entado en la cama, frente a otra cama donde el pulóver: medito la posibilidad de ponérmelo. Si es cierto que está fresco, me veo de alguna manera impedido por funestos recuerdos que me llegan a la mente. No sé que temo, si aquello de la infancia, los electrostáticos pinchazos durante las noches secas de invierno. Y mientras lo recuerdo, me llega dorado, efímero, el brillo de un cabello sobre el azul de la lana. Mi mano va tras él, primero apoyándose sobre la palma, luego acomodando los dedos para tomarlo por un extremo e ir desprendiéndolo lentamente de entre las pelusas. El finísimo hilo se alza en una larga vertical de oro. Lo que yace ahora estirado y repartido entre cuatro dedos de mis dos manos es un largo y rubio pelo de mujer. ¿Cómo saber algo de su remoto pasado, del tiempo en el que perteneció a la melena de una hermosa criatura? Lo llevo a mi nariz como si esto pudiera acercarme un perfume y con él un rostro, un nombre.
Hundido en la memoria, olvido ya la necesidad de abrigo, el acoso del frío. Es quizás por la llegada de la inesperada compañía. O es quizás por la llama del fósforo, que arroja un humo que huele como toda combustión de pelo.

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