sábado, 13 de enero de 2007

el despertar

i sueño ni vigilia, la conciencia fue retornando dolorosa en un doble centro: las manos le latían ardientes de maldito ardor. De la perturbadora noche, de un infierno de intermitencias, salió con un terrible dolor de cabeza, y abriendo los ojos, vio las llagas.
Sobresaltado, miró a su mujer que se peinaba frente al espejo. Ella giró indiferente y mirándole las palmas le respondió con un vago no y una sonrisa. En vano repitió la pregunta fijando sus ojos más allá de sus llagadas manos, en la sábana. La mujer volvió a reír y lo renegó mientras le ofrecía un café. Cuando se sentó frente a su taza comprendió que ya estaba solo; sobre la mesada de la cocina estaba el tazón vacío y en el aire aún persistía el eco de la puerta al cerrarse. A ambos lados del café volvió a ver sus manos marcadas de rojo, un instante antes de que su cuerpo se retorciera entero en un grito agudo al apoyar las manos en la loza caliente. Corrió al baño en busca del botiquín, tomó alcohol, vendas. Mordió una toalla, y el primer grito arrancó desde su estigma izquierdo. Se vendó como pudo mientras una mueca de espanto se iba haciendo testigo de su patético accionar. Se vendó tan fuerte que un latir de manos se hacía sentir como un temblor de todo el cuerpo. Bebió el café ya frío, tomó dos aspirinas, prendió la radio, salió al jardín, buscó en el desván el serrucho.
El latir se había vuelto insoportable pero por debajo un ardor quemaba hasta chamuscar las vendas. Otra vez la toalla se empapó de baba en un arrebato de valor. La mano derecha serruchó a la izquierda, y descubrió tarde que ésta ya serruchada no podría retribuir el favor.
En una estoica y dolorosa espera dos horas pasaron hasta que por fin la llave giró en la cerradura. Al entrar, ella presiente de inmediato la preocupación y pregunta. Ante el absurdo de la respuesta se ofrece como verdugo de las manos que rodean su cintura. Él explica que ya acabó con una de ellas, que es imposible que sienta en su flanco derecho algo que no sea un muñón. Otra vez riendo, ella le toma los dedos de la mano izquierda y se los presenta frente a los ojos con un dejo irónico. Él no puede entender ese gesto de levantar con tanta pasividad una muñeca cercenada que aún chorrea sangre.
Ante la enfermiza insistencia, la mujer termina por darle la razón y conviene que sí, que las llagas. Se decide por ayudarlo y acepta su ruego y le corta la mano derecha que tanto insiste y luego también la izquierda como una yapa perversa. Él acepta que su mano izquierda esté bien pegada a su muñeca y pide que en ese caso le corte las dos. Mil veces hubo de insistir para hacerle aceptar el serrucho.
Una melancólica satisfacción lo invade mientras mira con calma las dos manos con sus llagas que yacen muertas frente a él, que lo separan de esa extraña que lo mira con ojos de burla y piedad simultáneas. Ella misma va volviendo en sí, ya olvidando su ataque de furia, ya recuperándose de esta primera vez que la sacan así de quicio. Reconoce que estuvo cerca de hacer una locura, que vaya a saber qué instinto puso el serrucho en sus manos y le indicó lo que debía. Una tregua que no habrá de durar ante semejante terquedad: sabiendo que aún ella tiene el serrucho, tembloroso y negro de sangre, entonces pide más, sólo un poco, tal vez a la altura del antebrazo. Es que las manos le ardían pero ahora los cortes a la altura de las muñecas también y peor. Ella vuelve a negar y el gallo canta y él vuelve a insistir y uno de los dos tiene que ceder. Y con el dolor nace un nuevo grito y un desmayo.
Ni sueño ni vigilia, la conciencia fue retornando dolorosa en un doble centro: abriendo los ojos, vio sus brazos vendados hasta los codos. Creyó comprender, pero entonces oyó la risa de la enfermera. La vio retorcerse en el piso sobre su caparazón; vio también un líquido amarillo manando de sus ocho patas mutiladas.

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