viernes, 2 de febrero de 2007

barbagris

asa metro a metro El-Hadjar, flameando bandera árabe por la mar verde y blanca y por el río también: negro y rojo el casco raja en dos el paisaje litoral y sin más provocar que un murmullo de oleaje pasajero. Alucino en su puente al capitán de tópica barbagris, con sus barbas amalgama que prevalecen sobre un fondo de borrosas frente y mejilla oscuras. Son puro gris, del abanico de todos los grises: blanco, negro y algo de sepia: un sustrato arcilloso del que raíces ceniza manifiestan buen arraigarse en el cuero. De querer amotinarme esta tarde, retendría al barbagris desde su nuca grasosa y lo despojaría con una navaja. Le desnudaría el mentón y confines, le jugaría una agonía que dure lo que una afeitada lenta de pelambre espeso. Bien se comprenderá que en este oficio de verdugo –del que todos saben aunque impere desentenderse- se nos implica inevitable una moral higiénica: ese barbudismo es demasiado, pervierte nuestros valores de cutis raso y honesto; barbas son reniegues herejes, de Cristo a Castro, todos sátiros. La secta oficial impone la gillette, son pecado esas cascadas de pelo que serían incluso capaces de la capital seducción de un ángel. Un leal funcionario del poder debería ponerles fin con una inmediata arrancada de cuajo. Amagos y fintas, que no será todavía suya la desnudez y el frío de la oveja esquilmada. Allí quedarán las barbas donde sobrevivirá y justificará todo su ser capitanesco: ahí en su gris y también en las manchas tintas, ocres de tabaco con leche, punteadas de miga diversa. Aún será señor de sus barbas, soberano mandamás de un ecosistema de microscópicas criaturas, imperio mullido de piojosas formas tejiendo un destino. Lamento no poder hacer trofeo de esa crin; imberbe y cremado de no sé qué porquerías de súper, me contento con poco y confío al viento traerme de vuelta al paisaje. Cuando del buque la hélice cesa silenciosa llega una cumbia, y con ella rasante un pato describe una curva perfecta hacia el sol. Flota una que otra boya, crepitan los sauces, y todo el dulce entorno del cardenal me acepta y sin advertirme se me posa encima como si de un juncal espeso yo tratase.

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