viernes, 2 de febrero de 2007

el volcán

l nuestro es un exotismo más que curioso. Cuando el turista que aterriza, los sentidos desgarbados, y despliega su pequeño mapa y ve, claro, el volcán en el centro, bien destacado entre media docena de edificios históricos, coloniales; o cuando el que por mar llega en el ferry Florida, con un botón rojo de sol en la nariz, buscando el volcán de las postales pero también algún ejemplar indígena que alquilar por monedas; en realidad ambos, avión y barco enteros, todavía no se imaginan ni al volcán, ni a la lava que corre por la isla quemando corazones, cabezas, cuerpos que empiezan por los pies. El centro, descubrirán más tarde, es una furiosa maraña de calles ardientes, galerías metálicas fundiéndose al pie de la montaña. En no más de seis horas, la chica del Florida habrá comprado un negro de grandes plumas-abanico, y se refugiará en un bungalow oscuro. El venido por aire, en cambio, se desvanecerá y no se repondrá ni en tres días. Se le recomendarán un barrio de la periferia, las proximidades de una tranquila playa y la sombra de un cocotero. El centro, para más datos, es un afiebrado cuerpo de bruja hereje quemándose en una enorme hoguera que es la llama en el hornillo portátil de un semidiós dragón gigante que escupe una lengua abrasadora de fuego en el cálido vientre de un Siva danzando al rojo dentro del volcán vivo. Eso sin contar con la circunstancia política y bélica, o los burdeles del barrio sur. Varios visitantes carbonizados con sus dólares enorgullecen el museo local. Hay incluso un monumento al turista desconocido. En las embajadas, en algunos periódicos, en las menos ávidas agencias de viajes del exterior, están los pocos de siempre que tachan a la isla de peligrosa, un tercer mundo rezagado en prácticas primitivas. Sin embargo ningún comunicado oficial del norte impide a los turistas seguir llegando, aunque todos prevenidos de que el contingente regresará menguado. ¿Que es riesgo vivir junto al volcán? A la incertidumbre, él mismo responde con una bocanada de humo, diestramente dirigida al cielo en anillos: —Aquí, vuestro servidor eructa fuego una vez cada treinta y tres años; el promedio de vida aquí en la isla es igual de treinta y tres. Durante esos años no hay riesgo alguno, aparte del calor y la felicidad. Usted decide. Cuando habla el volcán, éste su poeta promotor se calla. Desde niños sabemos eso en la isla. Es como nuestro deber porque el volcán es Dios. Aunque yo siempre me ande preguntando si Dios no será solamente una boca más.

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